Trastornos del aprendizaje
El fracaso escolar en el nivel medio


La respuesta que suele darse ante la problemática de los trastornos del aprendizaje es la adecuación de los programas a lo que el alumno puede aprender, con lo cual lo que se obtiene es un empobrecimiento de la enseñanza.
La propuesta es dotar de un marco institucional que trabaje por medio de didácticas pedagógicas que contemplen la realización de talleres en grupos áulicos reducidos y gabinetes interdisciplinarios que enriquezcan la educación y la autoestima, en lugar de condenar al fracaso. Día a día nos enfrentamos con la realidad de jóvenes que abandonan la posibilidad de cursar el Nivel Secundario a causa de sus reiterados fracasos.

En general, se trata de alumnos que registran frustraciones en sus estudios desde la infancia, con problemas de aprendizaje difusos y complejos, casi siempre acompañados de un bloqueo emocional, que puede ser tanto causa como consecuencia de sus repetidas decepciones.
Estaríamos, pues, frente a cuadros que la Organización Mundial de la Salud (O.M.S.) categoriza como trastornos específicos del desarrollo del aprendizaje escolar.
Encuadrados en esta definición, resulta imprescindible citar que dicha Organización señala, entre otras posibles causas de estos trastornos, la ausencia de una oferta educativa apropiada para este perfil de alumno, citando la necesidad de adecuación calificada en los recursos que se ponen en juego en los procesos de aprendizaje.

Es necesario destacar que no propone una adecuación de los programas, menos aún una decantación de su nivel académico, sino que dirige su mirada hacia las didácticas pedagógicas que se apliquen en el desarrollo de sus contenidos.
En nuestra realidad educativa resulta insuficiente contar con estos recursos: hay que estudiar la organización de la escuela común y analizar si alcanza con su aplicación, seguramente imprescindible, para que este perfil de alumnado aprenda en profundidad, eleve su autoestima, despeje su bloqueo emocional, se comunique francamente y adquiera técnicas de estudio eficaces.
La escuela común puede contar, según las normas ministeriales, con agrupamientos áulicos de 20 a 45 alumnos. Aquí surge el primer interrogante: ¿puede un profesor, en ese universo de múltiples personalidades distinguir, apoyar y aplicar recursos específicos a alumnos con problemas de aprendizaje? Creemos que no. Este tipo de alumno, necesita, ante todo, ser considerado como persona, no como alumno diferente, sino como persona singular, porque la singularidad es la característica principal de la persona humana. La única singularidad que logra adquirir en los grupos numerosos es la del estigma del fracaso, lo que no produce otra cosa que aumentar su predisposición al mismo. Pero, ¿podemos pedirle a un docente que entrevista a este grupo una, dos o hasta seis horas por semana, como máximo, que penetre en el mundo complejo y conflictivo de este alumno? No llega a conocerlo, debe atender a todos, no puede ni debe descender el nivel académico de todo el curso, para hacer posible el éxito de unos pocos. Nada de esto está a su alcance y lo que puede estarlo contradice su ética. Lamentablemente, el mayor conocimiento de su alumnado proviene, generalmente, del rendimiento escolar que demuestran sus lecciones o pruebas escritas: malos o buenos estudiantes. Es decir, se vale de los resultados, sin tiempo ni oportunidad de evaluar los procesos. No se lo puede culpar ni pedir otra cosa.
Y con esto obtenemos la primera respuesta a la pregunta del encabezado: no existe ninguna relación entre el contenido o la exigencia de los programas y la negativa situación que se describe.

Si pasamos analizar las etiologías que la O.M.S. cita como causa de estos trastornos, la pregunta que surge es: ¿cuenta la escuela común con profesionales idóneos para detectarlas, diagnosticarlas e instrumentar recursos para su eventual neutralización? Los gabinetes psicopedagógicos no están contemplados como obligatorios en las plantas funcionales de la escuela común. Es cierto que una gran parte de los institutos educativos cuentan con ellos, pero el alumno que nos preocupa debe contar con la garantía de la atención de profesionales que revelen, conozcan y entiendan los factores que inciden en su fracaso escolar.
Nuevamente, comprobamos que los programas de estudio no infieren en este aspecto del problema, que deriva claramente de la organización y recursos humanos de la escuela.

Finalmente, si el alumno viene registrando fracaso escolar desde sus primeros aprendizajes: ¿Cómo actuó la escuela para revertir la situación? ¿Cómo apoyó al alumno? ¿Qué recursos le propuso para que estudiara criteriosamente? ¿Qué técnicas puso en juego para mejorar su lenguaje y su forma de expresarse? ¿Qué didácticas empleó para lograr una interacción armónica con sus pares? ¿Qué medios puso en juego para que este estudiante autoevaluara sus falencias y aprendiera a identificarlas y neutralizarlas?
No estamos hablando de acciones aisladas que todo buen profesor intenta, nos referimos a un programa delineado prolijamente y aplicado con absoluta continuidad.

No son áreas académicas, sino de sustentación y apoyo, de modo que, una vez más comprobamos que el fracaso escolar no deriva del nivel ni la calidad de los programas sino de su forma de aplicación.
Es una realidad que muchos de estos alumnos están cursando un nivel medio de baja calidad académica, ya que la primera y hasta ahora única propuesta indicada por las autoridades educativas fue la adecuación de los programas, para que “aprenda hasta donde pueda”. Graves pueden ser las consecuencias de esta medida, tanto para el alumno como para el sistema: el primero sentirá que sigue siendo inferior a los demás, el sistema acusará, y ya acusa, un descenso de nivel que alarma.
Pero dado que en este caso nos preocupa el alumno, cabe preguntarse si la educación debe limitarse a impartir contenidos o debe extender sus proyectos hacia la formación de hombres y mujeres sanos, morales y útiles para la familia y la sociedad. Cabe preguntarse, también, qué tipo de hombre o mujer del futuro forjará una escuela que sólo señaló el fracaso o que no intentó por todos los medios dotar a este joven del grado de instrucción que exigen los programas para obtener el título de nivel secundario.

En nuestra opinión, la mejor alternativa para actuar con justicia y sin discriminación frente a esta franja tan singular del alumnado es implementar un régimen de aplicación de los programas oficiales, sin ninguna adecuación que los empobrezca, pero con áreas de sustentación que los enriquezcan, proporcionando al alumno espacios de reflexión, talleres de estudio donde aprenda a estudiar, opinar y criticar, talleres de comunicación en los que pueda expresar lo que siente y lo que piensa, única manera de flexibilizar su muy dañada relación con los otros, espacios para aprender a detectar sus fallas en las formas de pensar, analizar y deducir y la mejor manera de neutralizarlas.

Indudablemente, este régimen debe implementarse sobre grupos áulicos que no congreguen a más de doce alumnos, debe contemplar el perfeccionamiento del personal docente y el asesoramiento continuo del gabinete psicopedagógico (formado por un equipo interdisciplinario).

En la actualidad, ya hay algunas propuestas educativas en la Ciudad de Buenos Aires de instituciones que, coincidiendo con este enfoque, han implementado un régimen de aplicación de los programas oficiales, atendiendo todos los requerimientos que citamos.
El éxito alcanzado hasta el momento refuerza nuestra convicción acerca de la necesidad de regímenes específicos de aplicación de los programas oficiales para atender debidamente a ciertas franjas de la población estudiantil.

Haydée Larese Roja*

* Haydée Larese Roja conforma el staff de profesionales del Instituto Pringle Morgan.
E- mail: ipmorgan@vianetworks.com.ar

 

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